HACIA LA CUMBRE

Despacio, si quiero llegar hasta allí arriba voy a tener que dosificar las fuerzas y establecer un ritmo honesto. Un ritmo realista que no me deje tirado a media subida como en 2006. Entonces había cruzado ya la Serralada Litoral ni más ni menos que por el Camí de la Costa, una de las subidas más empinadas que conozco y que he sufrido desde que tenía catorce años. Y al llegar a Sant Mateu, en vez de dejarme caer por la pista y llegar suave a Sant Bartomeu para descender por carretera hasta La Roca, idiota de mí, lo dí todo en la trialera que baja hasta la curva de la urbanización. En la llanura rodé como un poseso y llegado a Llinars estaba a las puertas de la pájara. Y qué equivocación más grande intentarlo por Sant Celoni y Campins! Todos estos errores de juventud los pagué caros más tarde en las curvas de Fogars de Montclús. Así que tuve que abandonar y descansar en el bosque, debajo de la cuneta. Recuerdo que siempre pensaba: cuidado que luego tienes que volver pedaleando hasta casa. Fueron 113 km en total. La retirada me dolió mucho entonces y por eso hoy, después de nueve años, he vuelto a intentarlo.

Salvo el grito estridente de –mamón– dedicado a un camión que por poco me roza el codo y que ha retronado en todo el túnel de Vilalba Saserra, no he gastado ninguna energía más. Al salir de la carretera nacional bajo al plato mediano y entro en el valle del río Tordera en un día limpio y con una temperatura ideal de 23º. Santa Maria de Palautordera y Sant Esteve de Palautordera son dos saludos al ciclista que lo intenta. La gente me mira desde las terrazas de las cafeterías, un anciano me saluda con su única mano. El valle es ancho, diferente a cómo lo había imaginado estudiando el mapa. Las lomas descienden por las faldas de la montaña tan discretamente que no acaban de cerrarlo. Es una llanura protegida por dos tímidos flancos: el oriental desciende directamente de la cumbre que estoy intentando; el occidental viene del Turó de Sant Elies, el Samon y el Sui. Lo único que me da señales del Tordera son unas quebradas arcillosas que veo al otro lado de su curso. Qué poco conocemos desde la carretera! Algo más arriba el campo da paso a la montaña y el valle se cierra definitivamente: el olor a purines se convierte en un perfume evocador: Eau du forêt. Ya estamos aquí! En la oscura hondonada tras el puente del Molí de n’Illa, el restaurante, su gente ruda y las pilas de leña me hacen pensar en vidas montaraces de antaño, cuando no había coches. Sin duda este molino fue estratégico en el día a día de los montañeses que habitaban por aquí y se movían con las mulas arriba y abajo. La gente dura de la montaña y del campo no sabe lo que es el gimnasio ni los vientres planos que marcan los abdominales: al contrario, la mayoría de ellos lucen espléndidas barrigas trabajadas a base de carne, cerveza, queso, huevos, patatas y embutidos. La vida a la intemperie ya es difícil, no hace falta que encima hagan dieta. Necesitan el jeep o la furgoneta para ir a buscar todo lo que les falta, por eso les sale barriga. Antes del 4×4 tenían vientres delgados y duros como alambres. Lo suyo es más anaeróbico que aeróbico: faenar con la azada, con la desbrozadora, con la motosierra, sellar tejados, soldar viejas tuberías, deshollinar chimeneas. Siempre hay algo que hacer. No como nosotros, que tenemos que subir por aquí corriendo, pedaleando o escalando para darle sentido a nuestras vidas. Todavía nos sentimos más realizados si este esfuerzo lo hacemos inscribiéndonos en una competición. Así exportamos el espíritu competitivo que caracteriza a la vida en las oficinas a la pura competición en sí misma. Es un entrenamiento para mejorar nuestras capacidades laborales: motivación, constancia, precisión, resistencia, sprint. Los lunes regresamos al trabajo todavía más estresados a como salimos el viernes. Eso sí, qué bonita es la naturaleza y estar en contacto con ella.

Es después del puente cuando empieza a notarse la pendiente. Al principio comparto la carretera con distraídos visitantes del parque pero tras el desvío a La Costa del Montseny intimo definitivamente con la montaña y mi reto. He visto la señal que no da pie a confusión: «marcha cicloturista». Debió ser el fin de semana pasado o el anterior. No sigo ningún deporte, no tengo televisión. La carretera se estrecha y empieza a sortear vaguadas. Si bien la encina señorea la vertiente sur, poco a poco castaños, avellanos y fresnos pueblan ya los sombríos torrentes. Puedo ver los mensajes de ánimo pintados en el asfalto: un dibujo de una calavera y debajo «territori Purito». El simpático ciclista de Parets, Purito Rodríguez, viene a entrenarse por aquí y seguro que en este tramo se creció muchísimo el otro día. Otros ciclistas que no conocían el terreno empezaron a sufrir y aun y así debían rodar 10 km/h más deprisa que yo. También lo hacían con diez quilos menos de peso entre bici y carne. Ruedo con el plato mediano y el piñón más alto. Al salir de La Costa del Montseny hay una casa orientada al sur con cabras pastando y picas de baño recicladas de las que ignoro su nueva función. Una roulotte, oraciones budistas al viento, una cisterna llena, un huerto permacultural, todo apunta a un claro intento de vivir de forma autosuficiente. La carretera vuelve a ensancharse y gozo de una multitud de cedros plantados hará unos cien años. Un autocar con el chófer dentro leyendo el diario. Griterío de niños que viene de las profundidades del bosque. Sin duda hoy es una fiesta para todos ellos. Las profesoras se las ven para controlar tan alocado rebaño. Unas curvas más y noto una bajada energética. O me como las galletas y el chocolate o no llego a la cima. Paro en Fontmartina y el chocolate se ha fundido soldándose a las galletas, tanto mejor. La cumbre se ve ya más cerca pero todavía falta lo más duro. Retomo la subida y un ciclista, el primero y único que veré hoy, me saluda mientras disfruta de la bajada.

Las pintadas cambian: esto ya no es «territori Purito». En el asfalto puedo leer «Purito maricón». Qué rápido caen las torres en el mundo del deporte! Un héroe dura el tiempo que tardan en caer al suelo las hojas de estas hayas. Al llegar a él forman una tupida alfombra testigo de todas sus gestas. Con los años la alfombra se pudre y alimenta a la tierra. El ciclismo, sus mitos y sus fans se retroalimentan. Podridos bajo tierra yacen todos los héroes, la mayoría anónimos.

Las pendientes se pronuncian. Bajo al plato pequeño y empiezo a jugar con los piñones. Un torrente sombrío entre hayas de oro. Un mirador protegido del viento del norte se asoma al sur. Estamos muy altos ya. A lo lejos se ven las ciudades industriales de Granollers, Montmeló, Mollet y la Llagosta. Parecen esqueletos puestos a secar en onduladas mantas verdiazules. Pronto llego al desvío hacia la cumbre. Ganar el lomo se hace duro pero ahora sé que llegaré hasta lo más alto. Ya nada me detendrá. Varios coches bajan a la vez saludándome y dejándome espacio. Gracias! El asfalto empeora y hay que sortear los baches. Mi bici de cicloturismo pesa dieciséis quilos. Tiene siete piñones y tres platos: veintiuna marchas. Suficientes para conseguirlo. Llevo una alforja con el cortavientos que me pondré en la bajada y un tupper lleno de lentejas con bacon, cebolla y tomate que me zamparé como premio. Al fin salgo del bosque y alcanzo la cornisa final. No hay viento pero tampoco hace calor, son las condiciones perfectas para subir. Vamos! Paso el párking y la valla entrando en el último quilómetro, el más épico de toda la ascensión. En vez del túnel humano, el griterío vitoreando mi nombre y las vallas metálicas del sprint definitivo tan solo una plácida familia paseando que apenas responde a mis buenos días. Este anonimato me recuerda que he subido para luchar contra mis demonios y no contra un cronómetro y un ejército de mercenarios con las caras desfiguradas por el dolor. Degusto este silencio en este día brillante de mediados de octubre. Alcanzo el collado y paso a la otra vertiente de la montaña. Todavía no es la cumbre. Para lograrla necesito dejar el asfalto y pedalear por un sendero pedregoso. Lo intento pero mi bici no es de montaña y no se coge bien. Un pie al suelo, da igual, los ciclistas de carretera no llegan hasta la cumbre, yo en cambio sí. La caseta, la pequeña estación meteorológica. Pero no es la cumbre. Me separan de ella unos diez metros. De nuevo los pies en el suelo: esto ya no es ciclable. Piedras, rocas, el vértice geodésico. Empujo la bici. Turó de l’Home, 1.706 metros. Ahora sí. Respiro, sonrío, observo. Ya no soy ciclista. Un águila aletea y sale volando desde lo más alto.